Viniste, preocupado. Tu frente me lo comunicó rápidamente con esas dos arrugas delatadoras. Tus manos, jugando rápidas entre ellas – no sé en qué momento de nuestro camino comencé a leerte tan bien.
Me hablaste de falta de inspiración, de no saber qué escribir en futuros episodios, de tu mente en blanco. Irónico – pensé – normalmente era yo quien te traía un remolino de emociones y tú quien me conseguía calmar abrazándome por la espalda y besando mi hombro; no importaba durante cuánto tiempo.
Aproveché tu silencio entre dos palabras de angustia. Me puse de puntillas para llegar hasta tus labios y te besé, largo e intenso. Tus labios. Un beso. Largo. Intenso.
Vulnerables.
Juntos.
Vulnerables pero juntos.
Recordamos que debíamos volver a respirar, pero no dejaste de abrazarme. Cogiste el lápiz de nuevo y sonreíste mientas me decías:
– No sé si serán siempre felices, pero ni se te ocurra dejar de darme historias como esta de(sde) tus labios.